viernes, 7 de agosto de 2009

“¡¡¡Ojalá que no nos duela en nuestros hijos!!!”

Importaba analizar en el Congreso el tema de la represión de actividades subversivas, en el marco de un verdadero estado de angustia y de interrogantes de todo el pueblo.

La Presidente de la Nación, en su mensaje al Parlamento al enviar el proyecto de ley de reforma al Código Penal, se refería al repudio a la violencia de cualquier origen y a la necesidad de fortalecer la unión nacional. El Poder Ejecutivo reclamaba el tratamiento urgente de ese proyecto; se denunciaba que había grupos realizando una sutil y sostenida campaña de proselitismo y adoctrinamiento.

En esa oportunidad Tróccoli destacaba que efectivamente el país estaba transitando por un momento difícil, decía que era víctima de una complicada estrategia de subversión que, desde la extrema izquierda y desde la extrema derecha, en una suerte de coincidencia tácita, se estaba tratando de abatir al sistema constitucional.

Tula Durán dudaba que realmente el proyecto del Ejecutivo fuera un remedio eficaz para la subversión.

Tróccoli argumentaba que aquella iniciativa no tocaba el fondo de la cuestión y que, por el contrario, se entraría en un sendero que podría coartar otras libertades que no tenían nada que ver con las vertientes subversivas.

El proyecto de ley antisubversiva enviado al Parlamento por el P.E.N. ya había sido aprobado por el Senado.

Porto consideraba que era necesario convertirlo en ley para erradicar la acción subversiva que se había propuesto afectar la seguridad interior de la República, crear el caos, subvertir las instituciones políticas, sociales y económicas; señalaba que el código vigente al tiempo del debate, sus figuras delictivas y sus correspondientes penas, eran manifiestamente insuficientes para preservar el orden institucional y la paz social.


Porto recordaba, en el recinto, la toma de comisarías y el asalto a cuarteles de las fuerzas armadas; recordaba los asesinatos con premeditación, con alevosía, con ensañamiento, por placer, para preparar, facilitar o consumar otros delitos; recordaba también las bombas, los secuestros, el pedido de rescates; planteaba con preocupación el imperio de la “ley de la selva” y consideraba que la voluntad general ya no era la obediencia. Algunos ya se preguntaban si la potestad otorgada al poder central se había dado a una autoridad que ya no regía, que aparentemente ya no era obedecida. ¿Qué pasaba con la voluntad general?, ¿tenía, o no tenía vigencia? frente a la voluntad de sectores minoritarios que se burlaban del pueblo y de la ley, de la Constitución, pretendiendo atentar contra las instituciones y acabar con la paz social.

Una y otra vez se calificaba a esa violencia, era “subversión y guerra” y ya muchos se negaban a permanecer cruzados de brazos, sin tomar rápidas medidas, frente a la alevosía, al ensañamiento, al homicidio por precio, a las sevicias graves, a las torturas, a los impulsos de perversidad brutal. Sostenían que no hacer nada frente a todo eso los haría cómplices de los que apuntaban al pecho de la democracia con una metralleta.

En aquel Congreso se aseguraba, cada vez con mayor fuerza, que estábamos frente a verdaderas organizaciones armadas, con mucho dinero, con uniformes, con muchas armas y que estaban atentando contra el orden institucional y contra la paz social. Proponían desde el oficialismo endurecer la legislación en materia penal para empezar, desde sus orígenes, a terminar, de una vez por todas -decían- , con la guerrilla y con la subversión que, según Porto, atentaban contra los derechos del pueblo y contra su soberanía.

Pero, desde la oposición, Day sostenía que el proyecto del Ejecutivo nada tenía que ver con la guerrilla, y desestimaba la idea de resolver el problema poniendo en marcha el aparato represivo o aumentando las penas, dejando a un lado los aspectos previos y preventivos, más eficaces y menos cruentos.


Day decía además que se perseguían las ideas y que eso era sumamente peligroso. Argumentaba que la ley en su afán persecutorio de las ideas, se introducía en la vida privada, por penar a quien fuera sorprendido con elementos de propaganda de las conductas tipificadas, como si en realidad tuviera un explosivo peligroso en su casa.

Day cuestionaba también el hecho de sancionar el Congreso una ley que podría afectar la libertad de prensa, poniéndole injustificados límites. Preocupaba la persecución y el castigo por un delito de pensamiento o ideológico.

El Partido Intransigente advertía que con un clima de zozobra y pesimismo, creado deliberadamente a través de diversas formas, con acción psicológica y con la acción de las fuerzas del terrorismo y del crimen, se iría llevando al pueblo a distanciarse del gobierno, si no se reaccionaba a Tiempo.


A la oposición le preocupaba y mucho que la anunciada represión, en nombre de la ley y la Constitución se hiciera en medio del caos, o sembrando el caos; Portero remarcaba la gravedad que implicaba correr el riesgo de invocar, en determinado momento, que la represión se realizara no contra el pueblo, ni con el pueblo; lo grave sería que se llegase a decir que se realizaba por el pueblo. “Eso sería lo peor que le podría ocurrir a nuestra democracia y a nuestros intereses nacionales”. Había que tener entonces un gobierno que dominase la situación, resultaba imprescindible.

Desde el mismo Congreso se expresaba que el remedio no era únicamente legislativo; se decía que estaba bien dictar y votar leyes de protección, pero no leyes de este tipo. Algunos insistían que el remedio debía ser esencialmente político.

Era fundamental que se intentase enfrentar el avance de la escalada terrorista.

Se proponían medida positivas a ejecutar frente al terror y la violencia y se exigía que no se hicieran desde el gobierno diferencias arbitrarias, imputando como causal válida la adherencia o adscripción a ideologías; que no se estuviera esperando día a día conocer la identidad de la víctima para enjuiciar el crimen, en vez de estar todos juntos buscando y hurgando para encontrar al victimario; y se agregaba que, nunca habría lógica ni justicia en los resultados del atentado. Portero afirmaba que en la Argentina no se inspiraba seguridad al pueblo mediante la represión.

Balestra sostenía que “Los crímenes contra la humanidad , donde exista una degradada perversidad contra el género humano, tampoco encuentran justificativos en tiempos de gobiernos constitucionales o de facto. En definitiva, la violencia es repudiable en cualquiera de sus manifestaciones; y ésta ha de ser una actitud constante, porque de no ser así, corremos el riesgo de que en nombre de supuestas motivaciones políticas o ideológicas, se legitimen determinadas formas de crímenes contra la humanidad, alentando así a la comisión de estos crímenes contra ella en otro tiempo”. También requería que se formase conciencia de que no era válida la táctica o la estrategia política de alentar a los criminales atroces a cometer los más vandálicos crímenes aunque fueran en nombre del sagrado derecho de que el pueblo recuperase el gobierno de sus instituciones, “porque luego, cuando se pida a estos aliados vandálicos paz y orden, responderán con guerra y anarquía por cuanto su vida es el caos, su finalidad es la anarquía , y sus designios inconfesables, la destrucción de todo vestigio de nacionalidad”.

Por aquellas horas ya se conocía la noticia de otro hecho luctuoso, habían asesinado al Dr. Silvio Frondizi , se estaban cumpliendo algunos vaticinios.

Un matutino, de la capital, días atrás había elaborado una macabra estadística que se analizaba en el recinto. El diputado Marino insistía en que aquella ley nos iba a doler a todos; nos iba a doler en nuestra carne y en nuestra sangre, y agregaba “¡Ojalá que no nos duela en nuestros hijos!!!”

Otros legisladores repetían que no se sabía quien mataba y sí se sabía quién moría. Moyano reclamaba el escarmiento público en cabeza de quien fuera responsable auténtico de tanto delito impune; hablaba del estado de sitio en la República, medida que debía propiciar -decía- el Poder Ejecutivo, porque era el que estaba en condiciones de merituar si había llegado o no el momento de la suspensión de las garantías constitucionales.

En aquella reunión del 28 de septiembre del '74, se comentaba que, según declaraciones públicas del Ministro del Interior, éste entendía que no había llegado el tiempo aún de declarar el estado de sitio. Algunos se preguntaban si la Policía Federal y las policías provinciales estaban dotadas de recursos económicos y materiales y si estaban suficientemente respaldadas en su accionar.


Según Jesús Mira estábamos ante dos tipos de terrorismo, individual o de grupos, uno de la ultraizquierda, “que independientemente de los altos fines que preconiza, creemos que sirven para perturbar el proceso de liberación, e independientemente de la buena voluntad que pueden tener algunos jóvenes que equivocadamente participan en los hechos, pensamos que están sirviendo al enemigo que ellos desean combatir”; otro de la ultraderecha, “que asesina, que mata, que secuestra todos los días en las calles de Bs. As., actuando con una impunidad tremenda”. Prueba de ello –decía Mira- es el asesinato que se cometiera contra una conocida figura política argentina, el señor Silvio Frondizi, por parte de la A.A.A., organización que tiene amenazados también a muchos señores diputados. Estos grupos contaban con medios cuantiosos y con una impunidad que es difícil de explicar; sin embargo –señalaba el diputado del P.C.-, contra este terrorismo de derecha muy poco o nada se dice. El proyecto en discusión apuntaría, si se lo analizaba, a los grupos terroristas de ultraizquierda -sostenían algunos diputados-.

Observaba Pedrini que al mismo tiempo que de todos los sectores políticos con representación parlamentaria se repudiaban los hechos del terrorismo, se buscaba triturar y destruir, por todos los medios, el instrumento legal que pedía el Ejecutivo Nacional, para tratar de abatir aquellos hombres jóvenes que precisamente no provienen -agregaba- de la clase trabajadora, puesto que llevan apellidos pertenecientes tal vez a la pequeña o mediana burguesía hacia arriba, y que atentan contra las instituciones del país -y seguía diciendo el Presidente del bloque Justicialista- “el día de mañana, cuando caiga abatido por las balas asesinas alguno de los integrantes de esta Cámara, no quisiera ver lágrimas en los ojos de quienes no le dan al Poder Ejecutivo las medidas necesarias para reprimir este tipo de acciones. No tratemos de manotear las manijas del cajón del muerto y no hagamos discursos estentóreos y dramáticos lamentando la muerte de un diputado o de un senador nacional”. Terminaba diciendo, entre otras cosas, que la República estaba en guerra. Y además planteaba que no podía ser que todos los días personeros de la izquierda estuvieran asesinando a ciudadanos argentinos. Pedía definiciones claras, pedía terminar con el miedo, pedía que se votase esa ley enviada por el Ejecutivo. Aseguraba categóricamente que había miedo de votar aquella ley, y entonces decía que si había algo mejor que esa ley, que lo digan. “¡No queremos guitarreadas".
No sé qué les pasará a los demás, pero a mí me pasó que cuando leía algunos discursos, por momentos, me daba la impresión que en el Congreso había alguna pata de La Triple “A”; pero además sentí que, en ese mismo lugar habría hecho pie también la subversión.
Espero haberme equivocado en la impresión porque, de lo contrario, si esa sensación que tuve tiene algún asidero y si se confirmara, todos aquellos crímenes cometidos, por unos y por otros, habrían involucrado a la gran caja de resonancia de la democracia -que es el Congreso- y, por lo tanto, aquellos hechos impunes quedarían atrapados dentro de esa misteriosa caja de Pandora –el Terrorismo de Estado-; quedándonos como única esperanza un “NUNCA MÁS”, y el arrepentimiento.

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