miércoles, 1 de julio de 2009

Pacto de silencio

Desde mediados del siglo XX la Argentina alterna entre democracias débiles, dictaduras y peronismo; esta última expresión política se impone, e impone su autoridad cuando gobierna y también cuando asume el rol de oposición. Es esta particularidad del peronismo, la de imponerse a todos los adversarios, la de hacerse respetar y ser necesario, la razón fundamental que me lleva a pensar que es en sí mismo un sistema distinto de gobierno, que entiende el ejercicio del poder llevándolo siempre la límite, pero sin llegar a cruzar esa línea imaginaria que lo separa y distingue de las dictaduras.

El peronismo es complejo en su naturaleza; su propia heterogeneidad le ofrece la posibilidad de reinventarse y moverse alternativamente de un lado a otro. Esta oscilación supone poder variar, cambiar y hasta vacilar internamente frente al balanceo que propone una conducción sustitutiva, en función de su dirigencia dividida en posiciones extremas.
Cuando esa división por desavenencias genera una desunión acorazada, la militancia resulta transportada en medio de un clima de discordia que puede transformarse en guerra, y esto pasó en el último gobierno de Perón y podría volver a suceder, de mantenerse intacto un pacto de silencio.

Al asumir la conducción del P.J., el santacruceño estaba en condiciones de proponer y encabezar una saludable autocrítica peronista, para revisar tendencias y posturas del aparato político que protagonizó, en la década del ’70, aquel enfrentamiento entre líneas internas que, obviamente, derivaría en tragedia. Esta omisión de Néstor Kirchner deja un saldo deudor en el balance de su gestión y abre una pregunta, ¿por qué evitó descargar sobre las estructuras partidarias la cuota de responsabilidad que debería afrontar la clase política para poder transmitir con honestidad su propia historia? Aquel enfrentamiento no fue precisamente entre molinos de viento.
El hecho de no haber puesto en evidencia, oportunamente, desde dónde se decidió pulsear sin conseciones para imponer un modelo, lo ubica ahora a Kirchner frente a las corporaciones y de cara a la oposición, como un exagerado cuando pugna contra las opiniones y las corrientes de pensamiento que intentan destruirlo, para desandar lo andado, y así volver a los ’90 y tal vez a los ’70, anclando al pueblo de espaldas al “quijote”, mientras la mano izquierda de la política nacional lava a la derecha y entre las dos lavan la cara, las culpas y el ropaje que intentará exhibir, según convenga, alguna encarnación de un nuevo ayer.

Alguien tendrá que hablar, antes que tarde, sobre la responsabilidad del P.J. de derecha y sus aliados, como inductores de la represión sangrienta.

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